Reclinado sobre el papel, el Maestro compone, rememorando dulces jornadas de una infancia idílica, mientras la luz mortecina del sol de aquella tarde se derrama sobre los muebles. Se escuchan un par de golpes en la puerta:
– Mi señor, ha llegado una carta.
– ¿Una carta? ¿Quién la envía?
– No lo sé, señor, no hay inscripción alguna. La han enviado desde el sur.
– ¿Desde el sur? Tráemela.
Antes de que le diera la carta, el Maestro reconoció el sello. La recogió y la contempló unos instantes, entonces la abrió y leyó:
Maestro, cuya pluma del sagrado
monte de las hermanas nueve viene,
y cuyo estro de un siglo ya pasado,
vuesa merced los números retiene
encantando a las rocas y a los montes,
y ya ganado el lauro eterno tiene.
Desde el lejano norte, cual cenzontes,
bajan voces y cantos nunca oídos
que frenan la barca de Caronte,
cesan los terroríficos gemidos
del gigantesco cíclope cegado
entre el ovino grupo y sus balidos,
callan al fiero can tan cabreado
de los portones de la oscura casa
del soberano invisibilizado,
hace que Eolo, que eviterno pasa
susurrando entre hojas otoñales,
y el amo bélico que todo arrasa
terminen su labor y escuchen cuáles
son los números nuevos de su mente,
y disipa los llantos y los males,
y así como disipa el mal doliente
que a las ánimas grises mortifica,
diríjame una cura no silente
que cure mi alma, antaño fuerte y rica.